domingo, 7 de agosto de 2011

EL LAZARILLO DE BORGES

El Lazarillo de Borges
Ficciones breves en prosa

AUTOPSIA DE UNA MUERTE FANTÁSTICA



Cuando era muy pequeño, tenía un sueño recurrente: él le disparaba a un adulto desconocido que, sin embargo, le resultaba extrañamente familiar. A pesar de su ventaja en edad, fuerza y poder de persuasión, el hombre no intentaba ningún ardid para defenderse del niño, que disparaba con los ojos cerrados al cabo de un largo, silencioso y mutuo escrutinio, cuando en los ojos del otro adivinaba el deseo de ser liberado de la pesada carga de su realidad.
La pesadilla cesó durante muchos años. El niño se convirtió en un eficiente empleado de una compañía de seguros pero, por las noches, se arrojaba a la gozosa tarea de escribir una novela policial que lo mantuvo  en permanente vigilia  durante meses.  
Cuando la vecina oyó el disparo ya habían pasado diez minutos de las tres de la madrugada de un frío domingo de invierno. El calendario de ese año no lo confirma, pero ninguno de los peritos que redactaron el informe de esa muerte exceptúa el dato de la luna llena.
A la escena del crimen acudieron dos especialistas: por la derecha llego Allan Poe; Sigmund Freud, por la siniestra.
El febril escritor observó con la lupa los restos de esas letras derramadas entre la sangre, el sudor y otras desilusiones, entonces fue cuando escucho el eco de una voz como una multitud ensordecida: ¿padre, padre, por qué me has abandonado? decían.
Apoltronado en un sillón, espectador de la huella de la muerte en aquella trágica escena, Freud dirimía la cuestión del escritor, de sus fantasmas, del teatro y de su doble. Sin embargo, solo apuntó esta frase en su libreta: la meta de toda vida es la muerte.
El hecho es que cada escritor crea a sus precursores- comentó el detective que llegó después- .
Desde entonces, las palabras, exentas de toda carga, culpa y condena, no pueden parar de reírse a carcajadas.

La Chechu



EL ZAINO

Juan se levantó como siempre al alba. La penumbra del amanecer lo ponía un poco melancólico, pero intentó como lo hacía habitualmente, sobreponerse al dolor de estar solo. Después de unos amargos, tomó el almocafre y la azada y salió sin camisa, queriendo que el rocío, caricia sobre su piel, acompañara su trayecto a la huerta, que luego de limpiarla de cardos y yuyos, lució orgullosa sus ofrendas. La mañana entró con su esplendor y el abrazo del sol entibió su espalda pero muy poco su alma. Retornó a la casa. Dejó las herramientas, se puso el sombrero y tomó su viejo cenacho para recoger los frutos maduros. Ida y vuelta varias veces hasta el mediodía en que regresó por agua, comida y descanso.
Se miró en el espejo de agua que le presentó el fuentón metálico en cuanto lo llenó a fuerza de darle a la bomba, que escupió generosamente su frescura. Pretendió sonreír para verse, aunque sea desdibujado y móvil, un poco mejor. Fue imposible. La amargura de su desdicha no le permitió más que un gesto duro. Se lavó apurado. A pesar de los sentimientos, un hombre fuerte que trabaja la tierra, tiene hambre. Se dirigió a la espetera y tomó los utensilios necesarios para elaborar una ensalada con lo que acababa de cosechar, y un par de huevos fritos. Nunca aprendió a cocinar, menos lo haría ahora para él solo. Pretendió comprar algo hecho un par de veces que fue al pueblo, pero el lugar resultó ser un figón a no tener en cuenta. Y come lo que puede, sencillo, por necesidad, sin placer.
Hizo una siesta recostado en su reposera de lona, bajo el ramaje del paraíso.
Acomodó las verduras en cajones para su distribución y las cargó en la chata. No era rutina hacer el reparto por la tarde, pero en su interior algo le dijo que así lo hiciera. Raro, la gente se sorprendería.
Manejó despejado por el camino polvoriento y ventoso. A lo lejos lo vio venir. Lo reconoció enseguida, por su figura, y por el zaino, que también se había llevado el muy ladino cometedor de aquel malcaso que le arruinó la existencia. El caballo era de buen porte, pero mañoso como pocos y extremadamente asustadizo. Cómo no lo iba a conocer bien, si fue suyo. Siguió tranquilo, hasta que a menos de cincuenta metros aceleró ganándole a su gastado vehículo toda la velocidad posible. El animal se asustó por el ruido y al tirarle la camioneta encima salió disparado, aterrorizado y veloz  como un rayo. Al toparse con el alambrado quiso saltarlo furioso y encabritado, pero ya estaba viejo y no lo logró. Del impacto el jinete voló unos cuantos metros y cayó extendido en un sembradío con la cabeza ladeada y los brazos en cruz.
Siguió hasta la tranquera de los Arévalo y pegó la vuelta para su rancho. Inmutable bajó su carga y la puso al reparo para entregarla a la otra mañana, como era costumbre. Armó un cigarro y se quedó fumando con los ojos perdidos en la lejanía de una tarde que agonizaba.
Al otro día cuando llegó al mercado a depositar su mercadería, le contaron la novedad. Al Toribio lo encontraron muerto, se le desbocó el zaino, que mala suerte hombre joven.
Se metió el dinero del pago en el bolsillo. Se volvió respirando profundamente.
 Lo acompañó todo el viaje una leve mueca de agrado, parecida a una sonrisa.
La Ine




EL PERRO INTERESTELAR

Tiene la responsabilidad de asistir a los durmientes. La contrajo hace muchos miles de años cuando en una de las tantísimas noches de luna llena en que aullaba como lobo se le presento un acontecimiento extraordinario. Poseso de una curiosidad sin nombre, dejó de aullar y contemplo largo rato a sus compañeros de manada. Los demás, incapaces de sustraerse al instinto animal de confirmar su pertenencia a la especie, no advirtieron el salto cualitativo que se sumergió como un cráter por influjo lunar en la medianoche y en la conciencia del hermoso animal.
No hace falta tener un espejo delante para adquirir la imagen exacta de uno mismo, este valiente perro lo hizo por divergencia con sus pares, lo cual lo emplazó, irremediablemente, en un estadio evolutivo superior.
 Fue entonces cuando lo sorprendió la profunda tristeza del ser que se sabe único en su especie y  se hundió, como un puñal en su corazón, el abismal sentimiento de la soledad.
Arrojo un grito al desierto que recorrió toda aquella árida extensión y rebotando entre las dunas volvió, un canto de arrullo y consuelo para el recién nacido.
Emprendió un viaje sin retorno hacia los confines del desierto buscando el alma de ese son que tanto lo había apaciguado. Camino días y noches enteras, sin agua ni alimentos, finalmente se perdió en un sueño infinito del que no volvió a despertar.
Atrapado en un blando y espeso universo onírico, es, desde entonces, un guía en el desierto, un guía por los derroteros del sueño. No tiene un solo pelo, la piel enrojecida por el sol ha descamado en llagas que, con el tiempo, devinieron cuero de reptil. Sus inmensos ojos están llenos de caminos, por la tierra y por el tiempo.
Hay que convertirse en agua para que te lleve dentro.  

La Chechu

2 comentarios: